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Era adicto al despilfarro, al alcohol y a
la noche. Caminó entre las sombras. Entre el abismo y la demolición. Su
vida fue una fiesta fugaz. Un cuchillazo de éxito. Una pirotecnia
imparable de cómodos fracasos. Una sublime llamarada de adicción. Una
perfecta e imparable decadencia. Scott Fitzgerald se fue
desdibujando, se fue deshaciendo antes de tiempo. Entre cuento y novela.
Entre dólar y dólar. Entre el colapso y las crisis nerviosas de su
queridísima Zelda. Scott fue una caída lenta desde lo más alto de una
galaxia literaria donde orbitaban Ernest Hemingway o E. E. Cummings,
«las dos grandes promesas estadounidenses de menos de treinta», como le
escribe al editor de Boni & Liveright, Thomas R. Smith. Fitzgerald
fue una derrota anticipada a leguas. «Nadie narra los ascensos y a
continuación las caídas como él. No es fácil escribir sobre una ola,
especialmente si arrastra también al que escribe. Su vida, en realidad,
no fue sino una fulgurante ascensión, una intensa fiesta, y un derrumbe
sin remisión, dramático», señala el escritor gallego Juan Tallón en sus
Libros peligrosos (Larousse).
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