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En la historia del diario íntimo, el de Amiel ocupa un lugar central.
Para muchos lectores y estudiosos, es el diario íntimo por excelencia,
el que marca la pauta a la que deben ajustarse todos los demás:
escritura cotidiana, minuciosa vivisección de la intimidad, publicación
póstuma. El mito del diario que devora a su autor, que acaba viviendo
solo para dejar constancia de sus pensamientos y sus sueños en las
páginas que redacta cada noche, tiene su origen en esta obra que se fue
dando a conocer fragmentariamente a partir de 1884, según los escrúpulos
de los sucesivos editores, comenzando por Fanny Mercier, su discípula y
amiga más querida. Hay un antes y un después del diario de Amiel, como
hay un antes y un después de los escritos autobiográficos de otro
ginebrino, Rousseau, paladines ambos de una sinceridad que parece rozar
lo patológico y que abrió el camino a Freud y su análisis de los
desvanes y oscuros sótanos del alma humana. Pero no solo habla Amiel de
sí mismo y de su atormentada cotidianidad, aunque siempre, como no podía
ser de otra manera, hable desde sí mismo: la filosofía, la estética, el
encuentro con la naturaleza («un paisaje es un estado del alma» afirma
en una de sus frases más citadas), la religión, los juicios y los
análisis literarios, tienen su lugar en estas páginas lúcidas e
inagotables y en las que al ejemplo de Rousseau se une el de Montaigne.
El Diario íntimo de Henri-Frédéric Amiel es uno de esos libros capitales
que marcan un antes y un después y sin los cuales no es posible
entender el mundo contemporáneo. Muy siglo XIX en su morosa escritura,
leído hoy conserva, junto a su encanto antiguo, una punzante verdad que
en nada ha envejecido. J. L. García Martín
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