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Amo al
amor que me tocó vivir en esta vida. Nacida por el profundo amor entre mis
padres, hija sexta condenada en otros hogares a la nada, goce de una infancia
feliz, entretenida y llena de personas de diferentes tallas y muchos tonos de
voces.
La muerte
temprana de mi madre llenó la casa de susurros y temores. Morir era posible y
podía tocarme, como al abuelo, a los tíos perseguidos, a los vecinos escondidos
de los milicianos.
A cambio
tenía un patriarca por padre que contaba historias en las largas sobremesas
nocturnas o dominicales y el comedor se llenaba de un presidente colgado y su
lengua putrefacta; de los estudiantes presos llenos de piojos; de Aquiles o de
Krimilda; de los nibelungos y de los troyanos; del tallarín del monseñor y del
asado para compartir con el gran familión.
Tantos
personajes pasaban por nuestras sopas o por las compotas que llegué a confundir
los reales con los mitológicos y soñaba con la gitana Carmen como si fuese mi
tía y con el general benemérito del Acre como si fuese un episodio del texto
escolar.
Los hermanos
esperábamos ansiosos la llegada quincenal de "Vidas Ilustres", de
"Mujeres Célebres", de "Grandes Viajes" y las otras zagas
que pro años tuvo a bien publicar como historietas la editorial mexicana
Novarro.
Durante
centenares de tardes copié artículos enteros "Lo se todo" y también
de "Tesoros de la juventud", llenando cuadernos con letra menuda y
desprolija.
Comencé a
escribir muy chica porque supe desde siempre de mi amor por la palabra y por el
silencio; por el silencio de la palabra escrita. Cientos de cartas, de diarios
y de relatos.
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