Hace más de veinte años que el águila del norte dirige su vuelo
hacia las regiones ecuatoriales. No contenta ya con haber pasado sobre
una gran parte del territorio mexicano, lanza su atrevida mirada mucho más acá. Cuba y Nicaragua
son, al parecer, sus presas del momento, para facilitar la usurpación
de las comarcas intermedias, y consumar sus vastos planes de conquista
un día no muy remoto.
Entre tanto, señores, Colombia
duerme. La esforzada heroína, a quien vuelven inquietos sus ojos los
otros pueblos hermanos, parece descuidada, y como si no viese o no
temiese las garras del águila que amenaza prenderse al cuello del
cóndor. Colombia duerme. Pero no: tranquilizáos. No es el sueño de la indiferencia; es el sueño de la confianza en su poder. Colombia
duerme, pero va a despertar. ¿No veis que se mueve? Un secreto instinto
le ha gritado que el momento supremo se acerca. Ella tiene toda la
conciencia de su deber y de su fuerza. Colombia
empieza a despertar y los que prevalidos de su letargo han osado tocar a
sus puertas por el occidente, se sobrecogerán de temor al verla
nuevamente en pie.
No hay duda que hemos cometido grandes imprudencias. Olvidando el
carácter y la propensión de nuestros vecinos, les hemos entregado, por
decirlo así, el puesto del comercio universal, que el genio de Isabel y
de Colón habían ganado para nuestra raza.
Pródigas en concesiones a la compañía empresaria del camino
interoceánico, generosos hasta el extremo con especuladores implacables,
no comprendimos que dar el territorio era dar el señorío, y que dar el
suelo para obras permanentes y costosas era casi dar el territorio.
Pero aún es tiempo, si Colombia despierta. Aún pueden salvarse nuestra raza
y nuestra nacionalidad. Aún pueden quedar para la especie los
sentimientos generosos, el noble entusiasmo, la rica imaginación y el
indomable heroísmo. Aún puede salvarse todo lo que nuestra imprevisión
nos ha dejado. La opulenta Península, ceñida por dos océanos, puede aún
formar nuestro valioso patrimonio. Aún puede encerrarse allí y medrar
por largos siglos nuestra importante raza.
No lo olvidemos, sin embargo: para cumplir ese destino que intenta
contrariar la raza enemiga, necesitamos de una condición. Necesitamos
crear y consolidar nuestra nacionalidad en el sentido político.
Enhorabuena que el conjunto de pueblos a que ligan
lazos morales de religión, idioma, hábitos, vicios y virtudes, se tenga
por nacionalidad bajo esos respectos. Yo entenderé siempre que si esos
pueblos no establecen un gobierno común, la nacionalidad política no
existe, y que sin ella, la nacionalidad de raza, como la raza misma, son
del todo precarias.
Los norteamericanos lo han comprendido así desde el principio. Lo que
ellos llaman su destino manifiesto, que no es sino una desmedida
ambición, se funda no tan solo en la alta idea que tienen de sí mismos,
sino también en la feliz combinación de sus instituciones políticas.
Desde su independencia vislumbraron, acaso por instinto, que un estado
republicano pide estrechos límites; pero que la aglomeración indefinida
de pequeños estados, puede asegurar para el todo la propia índole
republicana, sin impedir la extensión de la nacionalidad hasta donde lo
permita la continuidad del territorio.
Nosotros, los hijos de España,
sucesores de ella en el inmenso patrimonio que arrancó a la barbarie,
pudimos y debimos imitar la conducta de nuestros adversarios, dueños del
norte y sucesores del frío bretón. Lo que el cálculo hizo por la
Confederación del Norte, el tiempo, la experiencia y el peligro deben
hacer por la Confederación del Sur. Parece que la Providencia
hubiese creado las dos porciones de este continente para repartirse
entre dos grandes pueblos, dos grandes razas y dos grandes
civilizaciones, separadas por un istmo estrecho, y destinadas a vivir en paz, cambiando sus ideas, sus virtudes, sus productos y sus adelantos.
Pero no es esa la única misión de las dos grandes confederaciones que
han de encerrar todo el porvenir y toda la gloria de dos razas. Tienen
otra aún más portentosa, que la ley de la población y la marcha
imperturbable de la civilización humana, indican con harta claridad.
Ellas ofrecerán a sus hermanas del antiguo mundo, teatro del despojo,
del privilegio y la opresión, un vastísimo campo de industria y
propiedad, de libertad y progreso.
Tal es la suerte deparada a las dos grandes nacionalidades que se
dividirán el Continente. Siga la del Norte desarrollando su
civilización, sin atentar a la nuestra. Continúe, si le place,
monopolizando el nombre de América hoy
común al hemisferio. Nosotros, los hijos del Sur, no le disputaremos
una denominación usurpada, que impuso también un usurpador. Preferimos
devolver al ilustre genovés la parte de honra y de gloria que se le
había arrebatado; nos llamaremos colombianos; y de Panamá al cabo de Hornos seremos una sola familia, con un solo nombre, un gobierno común, y un designio.
Para ello, señores, lo repito, debemos apresurarnos a echar las bases y
anudar los vínculos de la gran confederación colombiana. Miembros de
varios estados de los que hoy dividen la inmensa península, me hacen el
honor de escucharme; y a todos ellos doy mi grito de alarma, para que al
separarnos con el abrazo de la amistad, prometamos volver a unirnos
pronto, convertidos en ciudadanos de una misma nación, grande y libre,
sabia y magnánima, rica y poderosa.
DESCRIPCION | CONTENIDO |
Nº de control | 00017418 |
Autor | Arosemena, Justo; Soler, Ricaurte ; (Prólogo) |
Título | Fundación de la nacionalidad panameña |
Editorial | Fundación Biblioteca Ayacucho |
Año | 1982 |
Páginas | 514 p. |
Idioma | Español |
Lugar | Caracas - Venezuela |
Resumen |
|
ISBN | 846600887 |
Materias | |
Ítem en Biblioteca | Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa Plurinacional |
Ejemplares | 1 |