Cuando en el primer tercio del siglo XIX, se inició el proceso de emancipación de los pueblos hispanoamericanos de la metrópoli colonial española y particularmente, cuando el mismo dio visos de consolidarse, se planteó la ineludible necesidad de establecer los nuevos ordenamientos jurídico-positivos nacionales y sobre todo de las cosntituciones que habrían de regir a los nacientes Estados.
Los legisladores hispanoamericanos y entre ellos los venezolanos pensaron que la mejor manera de poder instaurar un ordenamiento constitucional y legislativo moderno que sustituyera a la antigua legislación española desadaptada no sólo a las novísimas circunstancias políticas, económicas y sociales, sino también desde los priemros días de su establecimiento en América, respecto de las realidades sociales, económicas, étnicas, culturales, geográficas, atc del llmado nuevo mundo, por cuanto que dicha legislación fue impuesta a un continente desconocido, cuya población plurirracial tenía costumbres, creencias e intereses frecuentemente diferentes a la de los españoles peninsulares era inspirarse o más exactamente copiarse las constituciones, códigos y otras leyes de Estados estimados más desarrollados política, económica y socialmente, tales como los Estados Unidos de Norteamérica, Holanda, algunos Estados de Italia y Alemania. Con ellos dichos legisladores olvidaron o pensaron ingenuamente poder transformarlas así las condiciones políticas, económicas, étnicas, culturales, sociales e incluso ecológicas de sus respectivos países. Cayeron en el error racional-positivista, pues como escribe el célebre iuscomparatista francés René David.