Para llegar a Jesucristo, Romero y Cordero, ha tenido que bucear en los inexhaustos tesoros del libro por antonomasia, la Biblia, manantial imperecedero de indeficiencia poesía.
La primera parte del libro es eco luminoso de los acentos con que cada uno de los profetas atisba los anuncios de la venida del Mesías.
El poeta armoniza su lira, con sin igual blandura, al gemio particular de esos heraldos del señor, a los cuales arranca sus tremendos misterios. Cuanta dulzura, por ejemplo en ese Cantar de los Cantares, donde se refleja la casta duavidad de los diivinos amores! Cuánta grandeza y majestad en la Síntesis de Job, cuán terribles acentos en el Grito de Isaías.
Y, al fin, después de regalarnos con todos los acordes del Antíguo Testamento, en cuyas multiformes armonias brillan los más agudos contrastes y de presentarnos, como en confirmación de anuncios y profecías, las visiones del libro más grave e inconsolable que han visto los siglos, el Apocalipsis, llegamos anhelantes al Hombre del Dolor entrevisto por Job, al Dios prefigurado y anunciado, al Amor de los amores descrito en esperanza, con mágicos destellos, en los libros mesiánicos.
El poeta nos presenta al Señor en los mejores pasajes de su vida, desde las humillaciones sagradas de su nacimiento en Belén y los rutilantes homenajes de pastores y magos, hasta las postrimerías sangrientas de la cruz.