COLECCIÓN

COINCIDENCIAS 18455 - PÁGINA 1081 DE 18455

DESCRIPCION CONTENIDO
Nº de control 00017551
Autor Mariategui, José Carlos
Título El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy
Editorial Amauta
Año 1964
Páginas 233 p.
Idioma Español
Lugar Lima - Perú
Resumen

Todos saben que la Revolución adelantó los relojes de la Rusia sovietista en la estación esti­val. Europa occidental adoptó también la hora de verano, después de la guerra. Pero lo hizo sólo por economía de alumbrado. Faltaba en esta me­dida de crisis y carestía, toda convicción matu­tina. La burguesía grande y media, seguía frecuen­tando el tabarro. La civilización capitalista en­cendía todas sus luces de noche, aunque fuese clandestinamente. A este período corresponden la boga del dancing y de Paul Morand. Pero con Paul Morand había quedado ya li­cenciado el crepúsculo. Paul Morand representa­ba la moda de la noche. Sus novelas nos pasea­ban por una Europa nocturna, alumbrada por una perenne luz artificial. Y el nombre que más legítimamente preside la noche de la decadencia post-bélica no es el de Morand sino el de Proust. Marcel Proust inauguró con su literatura una noche fatigada, elegante, metropolitana, licencio­sa, de la que el Occidente capitalista no sale to­davía. Proust era el trasnochador fino, ambiguo y pulcro que se despide a las dos de la mañana, antes de que las parejas estén borrachas y co­metan excesos de mal gusto. Se retiró de la soirée de la decadencia cuando aún no habían llegado el chárleston, ni Josefina Backer. A Paul Morand, diplomático y demimondain, le tocó sólo introducirnos en la noche post-proustiana. La moda del crepúsculo perteneció a la moda finisecular y decadente de ante-guerra. Sus grandes pontífices fueron Anatole France y Gabriel D'Annunzio. El viejo Anatole sobresalió en el género de los crepúsculos clásicos y arqueológicos; crepúsculos de Alejandría, de Siracusa, de Roma, de Florencia, económicamente conocidos en los volúmenes de las bibliotecas oficiales y en viajes de turista moroso que no olvida nunca sus maletas en el tren y que tiene previstas todas las estaciones y hoteles de su itinerario. A la hora del tramonto, siempre discreto, sin excesivos arreboles ni escandalosos celajes, era cuando monsieur Bergeret gustaba de aguzar sus ironías. Esas ironías que hace diez años nos encantaban por agudas y sutiles y que ahora nos aburren con su monótona incredulidad y con su fastidioso escepticismo. D'Annunzio era más fastuoso y teatral y también más variado en sus crepúsculos de Venecia vagamente wagnerianos, con la torre de San Jorge el Mayor en un flanco, saboreados en la terraza del Hotel Danieli por amantes inevitablemente célebres, anidados en el mismo cuarto donde cobijaron su famoso amor, bajo antiguos y recamados cobertores, Jorge Sand y Alfredo de Musset; crepúsculos abruzeses deliberadamente rústicos y agrestes, con cabras, pastores, chivos, fogatas, quesos, higos y un incesto de tragedia griega; crepúsculos del Adriático con barcas pescadoras, playas lúbricas, cielos patéticos y tufo afrodisiáco; crepúsculos semi-orientales semi-bizantinos de Ravenna y de Rimini, con vírgenes enamoradas de trenzas inverosímiles y flotantes y un ligero sabor de ostra perlera; crepúsculos romanos, transteverinos, declamatorios olímpicos, gozados en la colina del Janiculum refrescados por el agua paola que cae en tazas de mármol antiguo, con reminiscencias del sueño de Escipión y los discursos de Cola di Rienzo; crepúsculos de Quinto al Mare, heroicos, republicanos, garibaldinos, retóricos, un poco marineros, dignísimos a pesar de la vecindad comprometedora de Portofino Kulm y la perspectiva equívoca de Montecarlo. D`Annunzio agotó en su obra magníficamente crepuscular, todos los colores, todos los desmayos, todas las ambigüedades del ocaso. Concluido el período dannunziano y anatoliano —en España, a no ser por las sonatas del gran Valle Inclán, no dejaría más rastros que los sonetos de Villaespesa, las novelas del Marqués de Hoyos y Vinent y las falsas gemas orientales de Tórtola Valencia— desembarcó en una estación ferroviaria de Madrid, con una sola maleta en la mano, pasajero de tercera clase, Ramón Gómez de la Serna, descubridor del alba.

Materias
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